Anotaciones sobre la enseñanza de la filosofía en la escuela.

Estas reflexiones son recuperadas de los apuntes hechos después de clase. Cuando el aula queda en silencio y es posible escuchar lo que viene desde adentro. Las cosas que no alcancé a decir, las ideas que tardaron en llegar o las reflexiones que reposaron en mi memoria el tiempo suficiente para ser claras y evidentes a mí comprensión y el entendimiento de otros.

Finalizaba un periodo escolar. Por la puerta se despedían los estudiantes que habían reprobado la materia de filosofía. Con sus exámenes en mano me preguntaba tímidamente ¿Cuál es la razón para que ellos y yo estemos acá? ¿Por qué reprobaron? ¿Qué responsabilidad tengo en estos resultados? ¿Acaso ellos son conscientes de sus errores? ¿y yo soy consciente de los míos? ¿Qué haré con estos exámenes? ¿Serán suficientes para determinar su aprendizaje? La inexperiencia y el ritmo acelerado de las clases significaban para mí un reto a superar para resolver todas las dudas que surgían cada vez que los estudiantes terminaban con malas calificaciones (resultados derivados de instrumentos de evaluación diseñados por mí).

¿Estudiantes competentes?¿Para qué? O ¿Para quién?

En la educación primaria, básica y media la formación por competencias ha sido el criterio adoptado por el sistema educativo para determinar el conjunto de habilidades, actitudes, disposiciones o conocimientos en los que deberá formarse el estudiante. Estos estudiantes que reprobaron estaban apuntados en la frívola lista de “estudiantes con dificultades académicas”; un término más corporativo y menos humano usado para estos casos : “estudiantes con dificultades de acceso al currículum”. Aquellos que salían por la puerta asistían a la última sesión de nivelación, con la esperanza de no reprobar la asignatura y cargando a sus cuestas la posibilidad de ser llamados incompetentes, porque no demostraron el mínimo manejo de las habilidades propuestas para el periodo.

Mi paso por la educación tradicional en la escuela me dejó una cosa clara: memorizar, repetir y resumir es la clave para aprobar. En el tiempo donde yo era estudiante el competente era quien repetía y memorizaba los saberes propios de cada disciplina. Memorizar las formulas matemáticas y los elementos de la tabla periódica otorgaban un estatus de inteligencia entre las(os) compañeras(os). Repetir las tablas de multiplicar y los significados de los términos exóticos brindaba un reconocimiento de excelencia entre los demás. La colección de nociones y un listado de conceptos memorizados marcaban la pauta para conseguir los “logros” trazados por el plan de clase. Sin embargo, estos estudiantes que atravesaban la salida del aula, entre la esperanza y la frustración, no estaban en ésta tediosa situación. Ellos no tenían que memorizar o repetir teorías de alguna (o) u otra(o) pensadora(or).

Yo no quería conseguir esto en las (os) asistentes de la clase. En el fondo, deseaba encontrar su potencialidad con el fin de comprender un tipo de conocimiento y aplicar lo aprendido a distintas situaciones problema. El primer reto que tenían las (os) estudiantes era comprender y no resumir o repetir los principales postulados del canon filosófico. No se trataba de memorizar ideas y, luego, repetirlas. El verdadero ejercicio estaba en hacer de este conocimiento, presentado objetivamente, un saber subjetivo. El propósito consistía en convertir los conceptos, ideas o postulados en un pretexto para indagar sobre sus propios problemas o inquietudes particulares de su vida. Sin embargo, tanto ellos como yo, nos encontrábamos muy lejos de éste ideal en la experiencia de clase. Al mirar los exámenes no daba crédito de mi propio trabajo. Me pregunté ¿Qué pretendo? ¿Qué razón erudita tengo para enjuiciar sus errores? ¿Sobre qué criterios estoy calificando sus dificultades?

Mi propósito:

Encontrar junto a ellos una reflexión o comprensión del mundo distinta a la que nos rodea culturalmente. Buscaba que la conjunción entre una idea filosófica, la experiencia personal del estudiante (la historia de un ser humano con intereses, problemas o inclinaciones particulares) y la orientación del profesor diera como resultado una apropiación subjetiva del saber filosófico.

¿Cómo resolver éste problema?

Las situaciones de clase exigen que las competencias no se tomen en términos absolutos. Es una idea nociva pensar que el error o las dificultades son ajenas al proceso de aprender. Es evidente que la enseñanza por competencias busca que el aprendizaje de la filosofía, y de cualquier otro saber, no se reduzca a la transmisión de nociones y conceptos que los estudiantes deben memorizar, resumir y repetir (siendo estas unas competencias básicas para la comprensión). La apuesta consiste en el desarrollo de otras habilidades donde el estudiante no reduzca su participación a una recepción pasiva de información.

Este estudiante, además de espectador y receptor de datos, elabora, como participante activo, su propio saber. Este “nuevo” conocimiento surge cuando, inicialmente, se comprende lo enseñado, cuando se aprehende el objeto presentado; identificar, diferenciar y caracterizar cada una de sus partes. Avanzar desde lo particular de sus elementos hasta lograr una abstracción del objeto para relacionarlo con otros objetos del conocimiento.

Relativo es el acierto y el error.

Cuando se conjugan dentro del aula los criterios para el aprendizaje (las competencias) y las dificultades, que algunos estudiantes no logran superar, es el momento indicado para reflexionar sobre el valor relativo de las competencias. Los estudiantes que habían resuelto los exámenes, que yo estaba calificando , en términos absolutos, no eran capaces, porque no habían adquirido la competencia básica. Pero esto no significaba la inexistencia o negación de otro tipo de aprendizaje que excede las competencias determinadas en un plan.

La excelencia que buscaba en los estudiantes no estaba en función de la acomodación de sus propias y subjetivas habilidades en las competencias estipuladas en un currículum. El aprendizaje que buscaba lo perseguía en el momento del error, de la torpeza, de la incapacidad que tiene el estudiante para poder seguir adelante en sus aprendizajes. El conocimiento que busco dentro del aula no se mueve a través de la precisión y exactitud en el uso de los términos, sino en la practica de superar los errores. Como profesor puedo promover y ser testigo de la distancia que toma el estudiante de sus certezas, hasta ahora inamovibles o no examinadas, con el fin de distanciarse de su propio punto de vista y ser capaz de reconocer otras perspectivas, que complementen o contraríen la propia opinión. .

De acuerdo con esto, todos los estudiantes que salieron por la puerta habían aprobado la clase. Pues no cumplir con las competencias básicas da como resultado una evaluación negativa de sus procesos. No iba a permitir que la experiencia de mi clase se redujera a una univoca forma de saber hacer algo. Tambien me interesa que el saber qué , cómo, por qué y para qué hacemos lo que hacemos y sabemos lo que sabemos. No me interesaba buscar en el instrumento de evaluación, previamente diseñado por mí, la confirmación de la repetición de mis propias palabras.

Consideración “final”.


Uno de los objetivos que puede trazarse un profesor en la clase de filosofía es lograr en sus estudiantes un ejercicio más allá de memorizar, resumir y repetir las teorías de los filósofos (tal como se encuentra diseñado los lineamientos u orientaciones de la asignatura de filosofía, puesto que las mujeres se encuentran al margen de los planes de área). Exhortar a los participantes al examen constante de sus propias ideas. Examinarse a sí mismo y tomar distancia de sus propias certezas, para luego reflexionar e indagar sobre su validez o relación con las certezas, juicios u opiniones de los demás.

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